Rodeados, pero solos

Pasear por los pasillos de las residencias de ancianos puede parecer, a simple vista, una experiencia tranquila. En cambio, en el día a día de los mayores marcado por una rutina, se esconde un sentimiento invisible que pesa cada día más, la soledad. Muchos ancianos, a pesar de convivir con otras personas, no se sienten acompañados. Pese a crear vínculos afectivos con el personal y otros residentes, ninguno de ellos se puede comparar al vínculo que se construye con un familiar.
A pesar de que los centros se encargan de realizar un gran esfuerzo por ofrecer atención completa a los mayores, esta realidad sigue creciendo. Para entender mejor esta situación se han reunido distintos testimonios de quienes viven y se enfrentan a esta situación en su vida cotidiana.
El papel de los profesionales
Laura González, trabajadora social en la residencia de Santa Lucía, reconoce vivir esta realidad. “Normalmente no lo dicen directamente. Lo notas cuando empiezan a aislarse, a no participar en las actividades o cuando están mucho tiempo en silencio”, explica. “También se nota en los pequeños gestos, miradas perdidas, poco apetito… A veces incluso cambian su manera de hablarte”. Para ella, el papel de las familias es crucial. “Cuando nuestros mayores reciben visitas, se les nota, están más animados. Aunque sea solo a través de una llamada, ellos sienten que siguen formando parte de algo”, afirma.
Desde la residencia, trabajan para que las familias no pierdan contacto con los residentes. “Intentamos que participen en talleres, paseos, música… cualquier excusa para crear un vínculo. También fomentamos una relación cercana con el personal. A veces, simplemente sentarte a hablar con alguien diez minutos puede marcar la diferencia”, explica.
La asistente social reconoce que muchas veces se sienten olvidados. “Algunos lo dicen claramente. Te dicen que ya no importan, que sienten que su vida ha dejado de tener sentido”.
José Luis Barros, de 87 años, vive en la misma residencia. Es viudo y no tiene hijos, por lo que no recibe muchas visitas. “Me levanto, desayuno, doy un paseo por el jardín si hace buen tiempo. Me gusta participar en las actividades de la residencia con mis compañeros. Aunque hay días que pasan lentos, otros se me hacen más amenos”, cuenta.
A pesar de contar con la compañía de sus compañeros, reconoce que en ocasiones se siente solo. “A veces puedes estar con gente y sentirte solo. Aquí todos tenemos nuestras vivencias y nuestra historia, con unos conectas más y con otros menos. Echo en falta tener cerca a gente de mi familia con la que comparto vivencias pasadas, que conocen como fui”, confiesa.
Además, pone en valor el trato recibido tanto por el personal del centro como de sus compañeros, pero para él, es algo incomparable con un vínculo familiar. “El personal es muy atento, se preocupan. Pero no es lo mismo que tener cerca a alguien tuyo. Con algunos compañeros me llevo bien, pero las amistades aquí no siempre se dan. Muchos están en su mundo”.
José Luis admite que las navidades suelen ser el momento más difícil, a pesar de que se siente arropado por la gente de la residencia, echa en falta las navidades de su infancia. “Cuando sales a la calle o pones la televisión y comienzas a ver familias felices es cuando más pesa la soledad. Piensas, recuerdas y no tienes a nadie con quien compartirlo”.

La compañía que no se reemplaza
En esa misma residencia, trabaja la hermana Rosa, monja que acompaña tanto emocionalmente como en la fe cristiana a los residentes. “La fe es hogar para muchos. Rezan, confían en Dios y eso les da paz. Les hace sentirse acompañados aunque no tengan visitas”, explica.
Identifica múltiples diferencias entre quienes tienen contacto de manera constante con familiares y quienes no. “Una visita puede alegrarles varios días. En cambio, los que no reciben a nadie se van cerrando en sí mismos”, señala.
En su día a día practica la labor de estar presente, escuchar y transmitir apoyo. “A veces basta con cogerles de la mano o tener una conversación tranquila. Rezo por ellos, y también con ellos si lo quieren”, dice. Además, la Hermana Rosa es cítrica con la actitud de la sociedad actual. “Vamos tan rápido que dejamos atrás a quienes nos enseñaron y lucharon por nosotros. Muchos mayores sienten que ya no encuentran su lugar. Y eso no debería ser así”.
A pesar de ello, afirma que aprende mucho de los residentes. “Incluso en la tristeza, siguen teniendo respuestas para muchas preguntas, están dotados de sabiduría . Te enseñan el valor de lo esencial”.
Susana Zabaleta, directora de la residencia La Caridad de Santander, también reconoce la urgencia de abordar esta problemática. “La soledad pesa, y se nota en todo; en el cuerpo, en la mirada, en el ánimo. Un anciano que se siente solo se deteriora más rápido”, afirma.
Según explica, en general los centros intentan abordar todas las necesidades de los residentes, sin embargo, hay una gran falta de recursos para hacer frente al cuidado y atender esta situación. “Nos gustaría poder dedicar más atención individual, más actividades que traten este tema. También sería importante contar con programas de voluntariado o iniciativas que hablen sobre esta realidad”, señala.
Desde la pandemia, asegura que ha habido un poco más de toma de conciencia por parte de la sociedad sobre la soledad, en cambio, todavía es insuficiente. “Ahora se habla más del tema, pero todavía falta. La pandemia hizo visible lo que muchos ya sabíamos”, afirma.
Lanza un mensaje de manera tajante a las familias. “Su presencia es insustituible. El personal puede hacer mucho, pero no puede llenar el vacío emocional. Una visita puede cambiarlo todo. A veces pensamos que no sirve, pero para ellos puede significar muchísimo”.
La soledad en las residencias no es un problema aislado. No únicamente afecta al bienestar mental de los mayores, sino también al físico, y refleja una realidad cada vez más grave, la dificultad del envejecimiento en un mundo que cada vez va más deprisa.
Cuidar de nuestros mayores no se basa únicamente en aportarles atención médica, una vivienda y comida. También implica acompañarlos, escucharlos y aportarles cariño. Porque, como menciona José Luis Barros, “no es lo mismo estar acompañado que sentirse acompañado”. Y eso, puede marcar la diferencia de toda una vida.
