«Algunos van al bar después de trabajar, nosotros venimos aquí a pescar»
En Santander se pesca. Cada día –laboral o festivo, con viento o sin él, soleado o nublado, de verano o de invierno–, en Santander se pesca. Ya sea en las impactantes formaciones rocosas que conforman el litoral al norte de la ciudad, o desde los muros que dan hacia la bahía. Algunos están solos, otros en grupo. Unos lo hacen por deporte, otros por rutina, otros por ocio. Muchos pescan. La pesca como estilo de vida.
Es uno de los símbolos de la cultura santanderina: el pescador cómo parte del paisaje; la pesca como herencia cultural –de generación en generación–; y el producto, al plato, a todos los platos.
La pesca en la bahía
En la bahía de Santander pescan: José Antonio, de 66 años; Ricky, de 56; Fermín, de 63; y Roberto, también de 63. El día está despejado, la gente pasea por el Paseo de Pereda y ellos lanzan la caña al mar juntos, como llevan haciéndolo toda su vida. Comen pipas, hablan de esto y aquello, se ríen, bromean, se lanzan pullas. Mientras tanto, pescan.
No se sabe muy bien qué hacen más: si lanzar la caña o charlar. “Aquí se viene a pelar la pava”, sueltan entre risas. Es decir: a pasar el rato, a hablar de lo que fue y de lo que será.
José Antonio se queja: “Hay demasiadas restricciones para los pescadores de recreo. Esta bahía está para poner restaurantes a los turistas”, y continúa, “se pescaba mucho mejor antes de que metieran las dragas —embarcación especializada diseñada para excavar y remover sedimentos o material del fondo de cuerpos de agua—. “Rascaron todo el fondo marino”, lo interrumpe Fermín. “Quitaron toda la comida y todas las carnadas que había en el ecosistema. De esta forma, la bahía no se oxigena como antes y por lo tanto no hay tantos peces como antes”.
Y aun así, ellos siguen viniendo. Porque, dicen, es lo más cómodo. “Ya estamos mayores y en la costa hay que andar más, cargar más. Aquí te sientas, estás a gusto, y si hay suerte, pescas algo”, explica Ricky. “La mejor época empieza ahora —dice Fermín, en mayo— y va hasta septiembre”.
Llevan más de 25 años viniendo. Todos los días del año. A las cuatro de la tarde se colocan en su sitio habitual, y allí se quedan hasta las ocho o las nueve. Luego cenan, y a veces, incluso regresan por la noche a lanzar otra vez. El resultado de todo ese esfuerzo cabe en una bolsa pequeña. La sacan: unos diez peces pequeños, de no más de diez centímetros. “Últimamente lo que pescamos entre todos da para que cene uno solo —dice Roberto—, y a veces, ni eso”. Rara vez sacan una lubina. “Y si sale, lo más grande será de tres o cuatro kilos. Esta no es zona de peces grandes”. Aun así, no se van. Se han vuelto parte del paisaje. “Somos un atractivo. La gente viene, nos ve pescar, nos hace fotos, nos hace preguntas… Nos tendrían que subvencionar como patrimonio cultural”, bromean.
“Últimamente lo que pescamos entre todos da para que cene uno solo, y a veces, ni eso”
A unos metros de ellos, otros dos hombres lanzan sus cañas. Elíseo tiene 43 años y Manuel, 60. Se conocen desde hace apenas un año, pero parecen amigos de toda la vida. “Nos conocimos aquí, en el bar”, dice Manuel, señalando a la bahía. “Nuestro bar es este —explica—, algunos van al bar después de trabajar. Pues nosotros venimos aquí a pescar”. Pero para él no es solo rutina ni evasión. “No es deporte, es algo que respiras. Es antidepresivo”.
“Esto no es un deporte, es algo que se respira. Es antidepresivo”
Elíseo empezó a pescar a los nueve años en las playas de Santander. Manuel, a los doce, en el Barrio Pesquero. Ahora, ya adultos, viven cerca de la bahía y vienen a diario. “A cualquiera de aquí que preguntes por mí, me va a ubicar: el de la gorra, rubio”, dice Elíseo. Se define como un “fan forofo de la pesca”. Manuel ríe.
Entre los peces que se pescan nombran lubinas —“el mayor premio”, dice Elíseo—, además de chicharros, sargos, panchos y sarguetas. En cuanto a la mejor época, hay diferencias. “Agosto”, dice uno. “Febrero”, contesta el otro.
Y aunque ahora el agua esté limpia y clara, Elíseo recuerda que hace años nadie se comía lo que pescaba. “Aquí antes había un desagüe. Llegaban aguas residuales. Nos acostumbramos a no comer lo que sacábamos”.




La pesca en la costa
A escasos 3 o 4 kilómetros del centro de Santander hacia el norte está la costa. Un sitio que aún estando muy cerca de la capital cántabra, se siente más remoto, más natural. Ahí se respira viento de mar, y son las olas las que definen el paisaje: monopolizan el sonido ambiente, determinan la vegetación, tallan la roca, y con el paso del tiempo –unos cuantos millones de años–, dan forma a un paisaje que combina llanuras de pasto eternamente verde, con calas de aguas cristalinas, cavernas, enormes pedazos de roca moldeada –y en muchos casos afilada– por el mar, y con acantilados de diferentes alturas desde donde la gente pesca.
El acceso a las posiciones privilegiadas de estos acantilados no es fácil: muchas veces hay que brincar de una roca a otra, escalar las caprichosas estructuras geológicas o tirar la línea desde bordes del litoral donde una caída podría ser fatal.
Aún así, la gente pesca.
Emilio tiene 63 años —56 pescando—, poco pelo en la cabeza y una sonrisa bromista de quien disfruta de su cotidianidad. Está en algún lugar de la costa haciendo lo de siempre: sacar peces del mar. “Lo aprendí de unos tíos. Todos los veranos, cuando se juntaba la familia, ellos pescaban… Si ahí habíamos 17 personas, había 17 cañas, y todos a pescar”, recuerda. Desde entonces, no ha dejado de lanzar la caña. Emilio pesca frecuentemente. Mucho. “A veces a las seis de la mañana me despierto sola porque Emilio ya se fue a pescar”, lo interrumpe su esposa María, que lo acompaña aquella tarde de domingo sentada en una silla de playa, leyendo mientras él lanza el anzuelo al mar.
No importa si es laboral o festivo. “A veces, en días laborales, a la hora de comer —si salgo a la una y entro a las tres— me voy unas horas al mar a sacar unos cachones, salgo, como y regreso a trabajar”, dice.
El tipo de caña que usa depende del sitio. Lo mismo ocurre con la carnada. En el momento tiene dos cajas llenas de señuelos —más de cuarenta en total, y en casa más— y cada uno tiene su propósito. Mientras abre las cajas y habla de sus diferentes funciones, cambia el tono amistoso y bromista por uno más técnico. Explica con sus manos el movimiento de los señuelos y cómo los peces caen en la trampa. Habla de profundidad, de corrientes, de especies. Cuando se le pregunta por su mejor captura, dice sonriente: “Yo he tenido mucha suerte. Llevo muchos años… Así, a caña, la más grande ha sido una lubina de 7 kilos 200 gramos. Esa es la más grande”, dice mientras saca su móvil y me enseña fotografías de sus capturas. Luego enumera otras: “Lubinas, sargo, dentones, abadejos, san martines, túnidos del tipo melva, julias y cabras también, que son peces más pequeños”.
“Así, a caña, la más grande ha sido una lubina de 7 kilos 200 gramos”
El verano, explica, es la mejor época. “Hay mucha actividad de peces”, dice. “En invierno no hay tantos pero hay meses en los que los peces que se pueden sacar, son los más grandes del año”. El clima ideal, según él, es “sin mucho viento, con una mar de un metro o metro y medio”. Ni más, ni menos.






El anzuelo como legado
A David —el padre— le enseñó a pescar su padre. Ahora, con 52 años, repite el gesto: caja de utensilios en una mano, carnada en la otra. Detrás, su hijo David, de 10 años, lo sigue emocionado, con su caña –pequeña, a su medida– y mucha curiosidad. “No creo que ni un año lleve pescando”, dice el niño, algo tímido. Su padre en cambio dice: “Yo llevo toda la vida pescando. Me enseñó mi padre y lo hacía con amigos”.
Normalmente pescan en Santoña o en San Vicente de la Barquera, aquel día se acercaron a El Bocal para aprovechar la carnada que habían comprado recién en Santander. “Aquí, como se pesca en roca, lo ideal es tener una caña grande, de cuatro o cinco metros. Que puedas lanzar lejos, porque los bichos grandes no se acercan tanto. Lo más que puedes sacar desde aquí es de tres a cinco kilos”. No tienen barco. Y por eso, como muchos, buscan la roca: ese borde irregular que cae en vertical hacia el mar, donde los peces se sienten cómodos entre las grietas. “La gente lo busca por eso. Porque en poco espacio puedes sacar de todo. Sin moverte mucho puedes pescar diez o doce especies distintas”, dice David padre mientras prepara la carnada: gusana, recién pescada, que muestra con detalle antes de enseñarle al niño cómo colocarla bien en el anzuelo.
«La gente viene a la costa porque en poco espacio puedes sacar de todo»
“Vamos a intentar venir bastante –dice el padre mientras mira a su hijo–, en invierno cuesta más porque hay menos pez, pero si el clima acompaña, puedes venir cada semana”, dice.
La trastienda del mundo de la pesca recreativa
La tienda Godofredo lleva abierta desde 1922. Más de un siglo vendiendo cañas, anzuelos, carretes, plomos y más. Está situada en pleno centro de Santander, justo en frente de uno de los lugares más populares de pesca –y de no pesca– de toda la ciudad: el Paseo Marítimo. Allí trabaja Juan Gómez, que mientras ayuda a Francisco –pescador chileno de treinta y tantos– con el hilo de una caña, explica: “El perfil de comprador para equipos de pesca es muy variado. Lo que más abunda son personas de entre 35 y 55 años. Esto es por poder adquisitivo y por capacidades físicas. Pero desde la pandemia aumentó mucho la cantidad de gente joven. Chavales de entre 15 y 25 años que no podían hacer otros deportes y se metieron con la pesca. A muchos los enganchó”. Sobre la gente mayor, Gómez explica que pescan solo en la bahía, ya que es más amable para ellos. En la costa necesitas más movilidad, más técnica. Por eso hay diferencias también en el equipo que compran”.
El mundo de la pesca es muy grande, y es que cómo recalca Francisco: “Cada lugar de pesca requiere un grado de habilidad diferente”. Aún así, para Gómez la mejor manera de iniciarse es la pesca de fondo: “Es la más fácil y cómoda: plomo, cebo natural y lanzar”, explica. “Consiste en ponerte en una silla en un muelle, lanzar y esperar”, añade Francisco.
Gómez comenta que: “Las cañas que más se venden en Santander son, la caña corta, para spinning: lanzas el señuelo y lo recoges, y luego está la de fondo: con plomo, más larga. Esa se usa en la costa”. Hay tipos de caña, anzuelo o carnada para cada lugar y tipo de pesca. Aquí lo saben bien.
Pero lo que más ha cambiado a lo largo del tiempo es la forma de comprar. “Ahora casi todo se compra por internet. A la tienda solo viene quien necesita que le expliquen cómo funciona algo, o cómo se arma”, confiesa.