El deseo se aprende mal
Daniel tenía doce años cuando vio por primera vez un vídeo que no entendía del todo, pero que no olvidaría. Fue durante una excursión del colegio, cuando un compañero le enseñó su móvil. “Me impactó, pero disimulé. Me reí, como si no pasara nada. Al volver a casa, lo busqué por mi cuenta”, recuerda. Lo que parecía una simple escena entre amigos se convirtió, con el paso de los días, en una rutina silenciosa que mantuvo en secreto durante años.
Ese gesto aparentemente inofensivo marcó el inicio de un hábito diario. “Era una forma de desconectar. Me servía para olvidarme de cosas, para calmarme. Aunque no entendía por qué lo necesitaba tanto”, admite. Nadie en su entorno sabía lo que estaba ocurriendo. Ni sus padres, ni sus profesores, ni sus amigos más cercanos. Lo atravesó sin compañía ni apoyo, como hacen muchos otros chicos de su edad.

Cada vez más adolescentes acceden desde edades muy tempranas a contenidos que no están pensados para ellos. Y lo hacen sin que nadie les prepare para lo que van a ver. En muchos casos, lo integran sin filtro, sin conversación, sin comprensión emocional. “Se enfrentan a emociones intensas sin saber cómo gestionarlas. Y como nadie les explica nada, lo normalizan”, explica Lidia Santoyo, psicóloga clínica especializada en adolescencia.
La mayoría de estos jóvenes no recibe orientación adecuada ni en casa ni en la escuela. La formación emocional sigue siendo una asignatura pendiente, y muchos padres no saben cómo abordar temas que consideran delicados. Jesús y Marta, los padres de Daniel, no descubrieron lo que ocurría hasta que su hijo tenía quince años, durante el confinamiento. “Fue un mazazo. Pensábamos que sabíamos lo que pasaba en su vida, pero lo había vivido todo en silencio”, cuenta Marta. “No supimos cómo reaccionar”, asegura Jesús.
Este reportaje reúne testimonios personales y el análisis profesional de una experta para entender cómo los adolescentes están aprendiendo a sentir, desear y vincularse en una sociedad donde todo está al alcance, pero casi nada se acompaña. Una generación acostumbrada a aprender sola y que desafortunadamente aprende mal.
“Fue un mazazo. Pensábamos que sabíamos lo que pasaba en su vida, pero lo había vivido todo en silencio”, explica Marta.
El poder del clic
No fue en casa, ni por accidente, ni por iniciativa propia. Fue en una excursión escolar, cuando un compañero le mostró un vídeo en su móvil. Una escena breve, sin explicaciones, acompañada de risas molestas. Daniel apenas pestañeó, pero al llegar a casa encendió su ordenador, buscó el vídeo y repitió la experiencia en silencio.
“Al principio era por curiosidad. Pero con el tiempo se convirtió en algo que hacía todos los días. Me servía para desconectar, para no pensar en otras cosas. Era como una vía de escape”, asegura. A esa edad, Daniel no entendía bien qué estaba haciendo ni por qué, pero sentía que lo necesitaba. Nunca lo comentó con sus padres, ni con profesores. Tampoco con sus amigos más cercanos. Era algo privado, encerrado en la pantalla y en el silencio.
Según Santoyo, esta forma de acceso es muy frecuente. “Muchos chicos no lo buscan por sí mismos, sino que lo descubren en grupo, casi como un rito informal. Pero lo más grave viene después: cuando lo repiten sin entenderlo, sin herramientas para procesarlo emocionalmente, y sin adultos que les hablen del tema”.
Daniel asumió esa costumbre como algo normal. No se autocuestionaba. “Lo hacía porque me ayudaba a estar tranquilo. Era mi espacio. Como nadie me decía que estuviera mal, ni bien, yo seguía. No me parecía raro”. A los trece años ya formaba parte de su día a día, a los catorce, se había vuelto imprescindible. Nadie lo había notado.
En casa, Jesús y Marta no sospechaban nada. Su hijo parecía tranquilo, buen estudiante, sin cambios llamativos. Hasta que llegó la pandemia. “Fue en el confinamiento cuando empezamos a preocuparnos”, cuenta Marta. “Pasaba muchas horas encerrado en su cuarto, siempre con el móvil. Estaba más irritable, más callado. Nos costaba conectar con él”.

Jesús recuerda el momento en que revisaron el historial del navegador del portátil: “No fue casualidad. Ya llevábamos semanas con la mosca detrás de la oreja. Y cuando lo vimos… fue un shock. Nos dimos cuenta de que no era algo reciente. Llevaba tiempo. Mucho tiempo”.
La reacción fue una mezcla de desconcierto y culpa. “Pensábamos que sabíamos lo que pasaba en su vida. Pero no. Había vivido esto completamente solo”, reconoce Marta. A partir de entonces, comenzó un periodo complicado, de diálogo, de búsqueda de ayuda, y de reconstrucción de la confianza en el núcleo familiar.
Santoyo insiste en que este tipo de hábito oculto tiene consecuencias más allá de lo inmediato. “A esa edad están aprendiendo cómo vincularse, cómo desear, cómo expresarse. Y lo están haciendo en un entorno sin filtros, sin afecto y sin referentes reales. Eso deja una huella”.
Daniel, que hoy tiene diecinueve años, lo expresa sin rencor, pero concienciado: “Lo normalicé porque nadie me enseñó otra cosa. Pensaba que era lo que hacía todo el mundo. Pero me fue alejando de mí mismo y de los demás”.
«No fue casualidad. Ya llevábamos semanas con la mosca detrás de la oreja. Y cuando lo vimos… fue un shock. Nos dimos cuenta de que no era algo reciente. Llevaba tiempo. Mucho tiempo», asegura Jesús.
Lo que el porno enseña
Daniel no sabía que lo que había empezado a consumir acabaría teniendo tanto peso en su vida. Durante un tiempo, le pareció algo habitual, compartido incluso entre amigos. “Lo escondía, como cualquier chaval de mi edad, por vergüenza, obviamente”. Pero lo que comenzó como una simple costumbre se fue volviendo un hábito diario durante la pandemia, hasta convertirse en parte de su rutina.
Él mismo lo describe así: “Me sentía más retraído, más adverso a hablar con la gente, más en mi mundo, en mi cabeza, con mis pensamientos. No era capaz de relacionarme ni con mi familia ni con mi grupo de amigos”. No lo vivía como un problema al principio, pero con el tiempo notó que algo se deterioraba por dentro. Aunque no lo contaba a nadie, había días en los que quería dejarlo y no sabía cómo. “Lo llevaba por dentro”, recuerda.
Sus padres también lo notaban, aunque sin saber exactamente por qué. “Nada le motivaba. Había dejado de hacer planes. Estaba todo el día encerrado en la habitación”, cuentan Jesús y Marta. Cuando se lo preguntaban, él se cerraba. Evitaba la conversación. “Era como si no estuviera”, explican. Marta recuerda especialmente esa etapa como una mezcla de desconcierto e impotencia. “Sabíamos que algo pasaba, pero no podíamos ponerle nombre”.

Daniel no relacionaba directamente su comportamiento con el contenido que consumía, pero reconoce que sentía un malestar creciente. No se entendía a sí mismo. “No sabía por qué me sentía tan mal, pero algo no iba bien”.
Santoyo señala que este tipo de situaciones son frecuentes. “Cuando el consumo es prolongado y se mantiene en secreto, lo que aparece es el bloqueo emocional. No se trata solo de lo que se ve, sino de cómo el adolescente lo gestiona. Se calla, se encierra y se distancia del entorno”.
Daniel empezó a perder el interés por actividades que antes le gustaban. “No estaba bien, pero tampoco sabía qué hacer. Solo me encerraba”, confiesa. El silencio fue apoderándose de él. Y en ese entorno, la costumbre se volvió una forma de evasión.
Según la psicóloga, esto no implica que todos los adolescentes desarrollen una adicción como tal, pero sí que muchos utilizan el consumo como una vía de desconexión. “Cuando no tienen herramientas para entender lo que sienten, tienden a replegarse en lo que les alivia momentáneamente. Y eso es justo lo que hace más difícil detectarlo a tiempo”.
Daniel lo resume con pocas palabras: “Sabía que algo no iba bien, pero no sabía qué era. Solo seguía igual. Cada día”. No lo hablaba con nadie. Ni siquiera consigo mismo.
“No estaba bien, pero tampoco sabía qué hacer. Solo me encerraba”, comenta Daniel.
Cuando el problema entra en casa
Durante la pandemia, Jesús necesitó el portátil de su hijo para imprimir un archivo del trabajo. Al abrirlo, se encontró el historial del navegador lleno de páginas de contenido sexual. “Ni siquiera lo había borrado. Era constante. No era una visita suelta, eran muchas, muy seguidas”, recuerda. En ese momento, entendieron que algo más profundo ocurría.
“No sabíamos qué pensar. Te cuestionas todo. ¿Cómo hemos podido, siendo sus padres, viviendo con él, no habernos dado cuenta de esto?”, cuenta Marta. Hasta entonces notaban que Daniel estaba distante, más cerrado, pero no imaginaban la causa. “No hablaba, se encerraba, y veíamos que algo no funcionaba. Pero no sabíamos el qué”, añade.

Cuando hablaron con su hijo, Daniel negó al principio. No quería hablar. Pero al poco tiempo se vino abajo. “Dijo que lo iba a intentar dejar, que no podía, que se sentía como sucio. La verdad es que fue terrible”, recuerda Marta. Fue entonces cuando empezó un proceso difícil para todos.
La primera reacción de los padres fue imponer medidas: quitarle el wifi, restringir el uso del móvil o controlar el acceso a internet. “Pero al final te das cuenta de que no es suficiente. No se trata solo de lo que hace, sino de por qué lo hace. Puede deberse a cualquier tipo de carencia emocional, y no éramos nosotros quienes íbamos a descubrirlo sin ayuda”.
Daniel también alcanzó su límite. “Entre lágrimas nos dijo que quería encontrar a alguien que le ayudase para cortar con todo y dejarlo. Nos dijo que estaba tocando fondo”, relata Jesús. En ese momento decidieron buscar ayuda profesional especializada.
Santoyo insiste en que la reacción más común en los padres es la culpa. “Se preguntan qué han hecho mal. Pero la culpa no es útil si bloquea. Lo importante es acompañar sin juicio, validar lo que siente el adolescente y abrir espacios para hablar, aunque duela”.
Jesús y Marta también iniciaron su propio proceso. Reconocen que tuvieron que revisar muchas cosas. “Nosotros también necesitamos hacer terapia. Te das cuenta de que como padres necesitas aprender. Empezamos a escucharle sin juzgarle, a acompañarle sin acoso”, señala Jesús. Durante un tiempo, vivieron entre avances y retrocesos. “Seguíamos dándole vueltas a los errores que habíamos podido cometer en su educación”, añade Marta.
La relación familiar fue cambiando. “Cuando empezó a reconectar con las cosas del mundo real, con los amigos, las clases, jugar al baloncesto… vimos que estaba volviendo a la vida normal de un adolescente”, recuerdan. Las conversaciones dejaron de evitarse. Hablar se convirtió en parte de la recuperación. Acompañar, en la mejor forma de ayudar.
Lo importante es acompañar sin juicio, validar lo que siente el adolescente y abrir espacios para hablar, aunque duela”, apunta Santoyo.
Salir del túnel
Superar una adicción no es un proceso lineal ni inmediato. Daniel lo sabe. Tras confesar a sus padres lo que pasaba, llegó el momento de reconstruir. “Pedir ayuda fue difícil. A mí me costó. No sabía cómo decirlo. No sabía cómo hablar del tema, pero al final lo hice”. A partir de ahí, el acompañamiento psicológico fue clave.
Los primeros meses fueron de mucha incertidumbre. “No hay un día en el que uno diga ‘ya está, ya lo he superado’. Es como un ir y venir. Un día te sientes mejor y otro parece que retrocedes. Pero lo importante es que te estás moviendo”. Él lo describe como una batalla mental que se fue aclarando poco a poco.
Con el paso del tiempo, Daniel empezó a recuperar sus rutinas y su vida. Volvió a salir con sus amigos, a implicarse en los estudios, a practicar deporte. “Me ayuda mucho el deporte. Es terapéutico. Me mantiene con la mente clara, me ayuda a dormir mejor, a sentirme bien conmigo mismo. Y sobre todo, me distrae de cualquier pensamiento que no quiero tener”.
También recuperó sus aficiones culturales. “Antes de todo esto ya me gustaban la música, el cine, la lectura… pero durante la peor etapa de la adicción, todo eso se apagó. No me apetecía hacer nada. Después volví a escuchar música, a ver películas, a interesarme por otras cosas”.

A nivel emocional, Daniel asegura que hoy se siente diferente. “Siento que soy la misma persona, pero con una experiencia muy dura detrás que me ha enseñado a valorar las cosas de otra forma. En la vida voy a tener más obstáculos, pero sé que si superé esto, también podré con lo que venga”.
Jesús y Marta también han notado el cambio. “Hemos aprendido que la educación emocional es fundamental. Que estar presentes no es solo estar en casa, sino saber mirar, escuchar, entender lo que no se dice”. Reconocen que siguen aprendiendo, pero se sienten más preparados. “Lo que antes era un tabú en casa, ahora se habla. Sin miedo. Sin juicio”.
“No se trata solo de dejar de consumir, sino de volver a conectar con uno mismo. El acompañamiento familiar, el entorno, las rutinas… todo eso forma parte del proceso”, resume Santoyo.
Y aunque Daniel no quiere convertirse en un ejemplo, espera que su historia sirva. “Lo importante es que nadie se sienta solo. Que pidan ayuda. Todo mejora desde ahí”.
“Siento que soy la misma persona, pero con una experiencia muy dura detrás que me ha enseñado a valorar las cosas de otra forma. En la vida voy a tener más obstáculos, pero sé que si superé esto, también podré con lo que venga”, confiesa Daniel.
Mirar hacia delante
A día de hoy, Daniel estudia primero de Enfermería. “Le gusta el sector sanitario y está muy contento”, explican sus padres. Tras años de lucha, esfuerzo y acompañamiento familiar, la adicción ha quedado atrás, aunque él mismo matiza que no baja la guardia.
“Sí, me considero curado, pero es una lucha constante por seguir bien”, afirma. Esa vigilancia es parte de su rutina: deporte, clases, descanso y aficiones culturales que ha recuperado con más fuerza. “Yo ahora mismo estoy en un proceso de sanación. No siento la necesidad de consumir, pero tengo claro que, aunque fuera por capricho, no voy a jugar con mi suerte”.
Entre esas aficiones destaca una que ha crecido con él: los discos de vinilo. “Desde pequeño me parecían curiosos porque mi padre tiene una gran colección. Ahora yo tengo la mía. Me gusta sentarme, escuchar un disco entero. Me calma”, explica. Sus preferidos: La ley innata de Extremoduro y OK Computer de Radiohead.

A nivel emocional, Daniel se siente distinto. “Soy el mismo, pero con una experiencia muy dura detrás. Me conozco mejor. Esta experiencia me ha permitido conectar con otras personas, volver a ser yo mismo”. Explica que, durante mucho tiempo, vivió ensimismado, aislado incluso en presencia de otros. Hoy ha recuperado el vínculo social. “Ya puedo estar con una persona y conectar con ella. Ya no ando en otro mundo”.
Su familia también ha cambiado. “Ahora nos hablamos más, incluso de temas que antes evitábamos”, dicen Jesús y Marta. Reconocen que la relación se ha fortalecido y que han aprendido a escuchar de forma diferente, sin juicio, sin asumir que todo va bien por defecto. “La maternidad o la paternidad perfecta no existe. Lo importante es estar cuando se te necesita”.
Lidia Santoyo recuerda que no se trata solo de erradicar un hábito, sino de reconstruir una identidad. “Salir de una adicción implica construir nuevas formas de estar en el mundo, y eso se hace con rutinas, con afectos, con conciencia. No basta con dejar de hacer algo; hay que aprender a vivir distinto”.
Daniel, ahora, quiere que su historia sirva. “Estos procesos donde te encuentras solo, con tus miedos, tienes que contarlo. Tienes que sentirte arropado. Que nadie se sienta solo. Pidiendo ayuda, todo mejora”. Él mismo admite que, durante mucho tiempo, pensó que no podría salir. Hoy, al mirar atrás, lo ve con otros ojos: no solo como una etapa que terminó, sino como una experiencia que lo transformó.
La reconstrucción no ha sido sencilla. Pero ha sido posible. Y eso, para Daniel y los suyos, lo cambia todo.
“Estos procesos donde te encuentras solo, con tus miedos, tienes que contarlo. Tienes que sentirte arropado. Que nadie se sienta solo. Pidiendo ayuda, todo mejora”, sostiene Daniel.
Datos gráficos
Una encuesta anónima realizada a 30 personas ofrece una visión significativa sobre cómo se percibe y experimenta el consumo de pornografía entre adolescentes. Los resultados muestran una preocupación generalizada: el 60 % de los encuestados considera que la gran mayoría de los jóvenes consume pornografía en la actualidad, y un 36,7 % afirma que bastantes lo hacen, aunque no todos. Solo un 3,3 % cree que solo algunos pocos acceden a estos contenidos. La percepción se confirma en la práctica: el 80 % de los participantes reconoce haber consumido pornografía alguna vez, frente a un 20 % que afirma no haberlo hecho.


La edad del primer contacto también resulta reveladora. Un 33,3 % asegura haberla visto por primera vez entre los 12 y los 14 años, mientras que un 16,7 % lo hizo incluso antes de los 12. Un 20% afirma haber accedido entre los 15 y los 17. Esta precocidad se refleja en los hábitos actuales: el 20 % de los encuestados reconoce consumirla a diario, un 10 % varias veces por semana y un 26,7 % admite hacerlo muy raramente. Un 33,3 % indica que ya no la consume, aunque en algún momento sí lo hizo, y solo un 10 % declara no haber accedido nunca.


Sobre las consecuencias de este consumo, el 63,3 % opina que puede ser muy perjudicial para los jóvenes, y otro 30 % cree que lo es al menos en parte. Solo un 3,3 % no lo considera necesariamente dañino. A su vez, el 70 % piensa que la pornografía influye totalmente en la forma en que los adolescentes entienden el sexo y las relaciones, mientras que un 23,3 % afirma que depende de cada persona. Solo un 6,7 % considera que tiene poca o ninguna influencia.


En cuanto a la representación de las relaciones que ofrece el contenido pornográfico, el juicio es rotundo: el 86,7 % de los encuestados considera que no refleja en absoluto relaciones sanas ni realistas. Este dato se complementa con otro revelador: el 66,7 % afirma haberse sentido incómodo alguna vez con el contenido que estaba viendo, y un 20% niega haber visto porno. Además, el 41,4 % reconoce que el consumo ha influido en su forma de ver el sexo o las relaciones, y otro 31 % admite una influencia parcial.



Sobre la prevención, la mitad cree que en España no existe una educación sexual suficiente para preparar a los jóvenes, y un 36,7 % piensa que la que hay es demasiado básica. Solo un 6,7% cree que la formación actual es adecuada. Finalmente, cuando se pregunta quién debería asumir la mayor responsabilidad en la prevención, un 60 % responde que todos por igual: familia, escuela, instituciones e internet. La solución, por tanto, no pasa solo por una vía, sino por el compromiso conjunto de todos los actores implicados.

