La paradoja de la vivienda en Cantabria entre la exclusividad y la exclusion
Cantabria enfrenta hoy una paradoja que pone en peligro el equilibrio social y territorial de la región. Por una parte, la comunidad se encuentra en medio de un verdadero auge inmobiliario, motivado por adquirentes de afuera nacionales e internacionales cautivados por su clima agradable, su diversidad de paisajes y su cada vez mayor prestigio de exclusividad. Por otro lado, los cántabros, en particular los jóvenes y estudiantes, se están viendo cada vez más forzados a salir del mercado de la vivienda debido a unos precios exorbitantes que no reflejan la realidad económica de la región.
Las cifras son claras: el precio medio del alquiler en la zona ha llegado a 10,9 €/m², suma que asciende a 11,3 €/m² en Santander. Esto implica que una porción significativa de la población hasta un 35% en la ciudad destina más de un tercio de sus ganancias al alquiler, superando con creces el límite sugerido por los especialistas. En un contexto donde los salarios casi no aumentan, las condiciones de vida empeoran y el acceso a bienes esenciales se vuelve difícil.
A la vez, las propiedades de lujo se comercializan rápidamente a jubilados europeos, familias ricas de otras áreas y empresarios latinoamericanos que ven en Cantabria un nuevo centro para sus inversiones. Las mansiones montañesas se transforman en hoteles boutique o restaurantes, las áreas residenciales se metamorfosean en vitrinas de exclusividad como el creciente fenómeno de “Cueto Banús” y los precios de compra y venta se elevan hasta alcanzar niveles semejantes a los de las calles más costosas de Madrid.
¿Dónde se encuentra, entonces, la Cantabria de aquellos que la residen y laboran en ella a lo largo de todo el año? ¿Qué lugar se asigna a los estudiantes que, cada año, deben alquilar apartamentos en condiciones deficientes o lidiar con alojamientos económicamente inalcanzables? ¿Qué futuro se presenta a los jóvenes que quieren liberarse, crear una familia o, simplemente, no tener que irse?
Es verdad que cada región tiene el derecho de desarrollar y atraer inversiones, pero también es deber de las administraciones resguardar a sus ciudadanos del peligro de convertirse en simples observadores de su propio territorio. La reciente propuesta del bono alquiler joven, aunque beneficiosa, resulta manifiestamente insuficiente en un escenario donde el precio más bajo de un apartamento se sitúa alrededor de 700 euros y la subvención apenas llega a cubrir un tercio de ese gasto.
Cantabria no debe transformarse en un parque de atracciones para turistas de elevados recursos económicos, a la vez que desplaza a su población más débil. Es necesario implementar medidas estructurales de forma urgente: impulsar la edificación de vivienda pública, regular los costos del alquiler en las áreas presionadas, y restringir el uso de inmuebles residenciales como negocios turísticos encubiertos.
No se trata de rechazar el desarrollo ni la inversión, sino de asegurar que estos no se realicen a expensas del derecho a la vivienda de aquellos que han hecho de esta tierra su hogar. Cantabria tiene que continuar siendo accesible para todos, no únicamente para quienes tienen los recursos para costearla.