“Sin papeles no puedes trabajar, pero sin trabajo no consigues papeles”
Cantabria no es una gran puerta de entrada, no es ni mucho menos una de las regiones de España que más inmigrantes recibe, pero llegan. Llegan igual. En enero de 2025, la comunidad autónoma contabiliza 48.114 personas extranjeras empadronadas, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Una cifra que crece con lentitud, pero con constancia, año tras año.
Sin embargo, el número de personas extranjeras es bastante más grande: según estimaciones del Servicio Jesuita a Migrantes (SJM), entre 10.000 y 15.000 personas podrían encontrarse en situación irregular en Cantabria.
Sumando ambas realidades, se estima que más de 60.000 personas extranjeras habitan hoy Cantabria. Detrás de esa cifra hay historias que no caben en ningún Excel: pateras, incertidumbre, largas esperas, trabajos mal pagados –o no trabajos–, noches largas en habitaciones compartidas, entre otras.
La esperanza viaja en pateras y duerme en habitaciones compartidas
Abdelkader (nombre ficticio) no baja la mirada. Es amable, pero duro en su relato, sabe que lo que él ha vivido es fuerte, y quiere que quien lo escucha lo sepa también. Tiene 31 años, es argelino, electromecánico con más de una década de experiencia, y cruzó el Mediterráneo con la pierna rota.
“Unos días antes de irme, tuve un accidente de moto”, dice entre risas, como si no fuera tan grave. Aún con el hueso roto, se subió a una patera de apenas cinco metros de largo junto a otras 18 personas —mujeres y niños a bordo— y cruzó durante cuatro días y cuatro noches el mar que separa África de Europa. “En la noche, los que se quedaban dormidos a veces se caían al agua, y había que sacarlos”, recuerda.
Llegó a las costas de Murcia en 2022. Fueron traficantes de droga quienes los ayudaron a desembarcar. “Nos vieron y nos ayudaron”, cuenta. Enseguida dejó España y se fue a Francia, donde pasó dos años sin papeles, viviendo “con miedo a que me deporten.”
Tras dos años en Francia, regresó a España, a ver si tenía más suerte regularizando su situación. Vive en Cantabria, bajo el resguardo de la asociación 14 Kilómetros. Duerme en un cuarto de un piso alquilado por ellos. “Aquí me han tratado muy bien”, dice.
Saidd (nombre ficticio) es más joven, más reservado, su manejo del español más limitado. Tiene 25 años. Es argelino también, pero su camino fue otro: viajó desde Argelia a Marruecos, y desde Marruecos nadó durante más de cuatro horas en la mitad de la noche –la hora más segura– para cruzar el Estrecho de Gibraltar. Solo él y un conocido. Nada más.
Expuesto al frío, las corrientes marinas, o los animales marinos, lo que Saidd temía más era que la policía lo encontrara y lo deportara de regreso a su país. Pidió asilo al llegar, pero solo le duró un mes y medio. Ahora está en situación irregular. Vive en la calle, esperando a que se libere espacio en algún piso de la asociación 14 Kilómetros, mientras va a clases de español por las mañanas. Come en la cocina económica, otro espacio que se dedica a ayudar a los más desfavorecidos.
Nora habla poco. Es marroquí, tiene 40 años y la mirada dulce. Su hijo quedó al cuidado de su abuela –madre de Nora–, en Marruecos. Ella cruzó con la esperanza de enviar dinero, aunque aquí, legalmente, no pueda trabajar. “Sabía que no iba a ser fácil”, dice. Pero explica que necesitaba buscar alternativas para sacar adelante a su familia. No habla de cómo llegó. No hace falta.
Ahmed (nombre ficticio) tiene 24 años, viene de Senegal y sonríe de oreja a oreja. Al principio dudaba en hablar, pero al ver a sus compañeros abrirse, él también quiso participar. A su lado, Pilar —directora de la asociación 14 Kilómetros— le ayuda a encontrar las palabras para expresarse correctamente.
Viajó en patera durante más de siete días con otras ochenta personas, entre ellas mujeres y niños. Desembarcaron en la isla de El Hierro, y de ahí, Ahmed se dirigió a Santander, donde un amigo de su padre le ofreció estancia. Pilar explica la situación de Ahmed: “Sus padres piensan que por el simple hecho de estar en Europa, ya significa que está trabajando y ganando mucho dinero, suficiente para mantenerse él mismo e incluso para mandarles dinero a ellos”.
El caso de Ahmed lo comparten muchos migrantes africanos. En sus países de origen, el imaginario de Europa como un paraíso de oportunidades pone mucha presión sobre quienes llegan. Pero la realidad es otra: sin documentación en regla, no pueden acceder al mercado laboral, ni a una vivienda estable, ni a servicios básicos como la sanidad. En su lugar, se mueven en la informalidad, expuestos a sueldos que muchas veces son injustos, jornadas abusivas, en algunos casos discriminación, entre otras duras situaciones.
El complicado camino hacia la regularización
Pilar es baja de estatura, pero su presencia impone: habla con precisión y sin rodeos. Es la directora de la Asociación 14 Kilómetros, un espacio de acogida, enseñanza y orientación en Santander dedicado a ayudar migrantes a regularizar su situación. Explica que, para poder obtener un permiso de trabajo en España, una persona en situación irregular debe acreditar que ha vivido al menos dos años en el país sin haber salido, además de presentar un contrato laboral en regla. Un círculo vicioso: sin papeles no se puede trabajar, pero sin trabajo no se pueden obtener los papeles.
En esos dos años de espera —que legalmente son un limbo—, los migrantes no pueden ser contratados legalmente. “Y aún así, la mayoría acaba trabajando”, reconoce Pilar. Lo más duro es que muchas veces ni siquiera saben por dónde empezar: “Algunos no hablan español, otros no entienden el sistema. Si no estuvieran acompañados por una asociación, no podrían regularizarse nunca”.
El contrato de trabajo es, según ella: «El requisito más importante y el más difícil de conseguir». La excepción se da en algunos casos particulares, como empleadas domésticas o cuidadores de personas mayores que, tras años trabajando de manera irregular, logran que sus empleadores accedan a formalizar su situación.
Pero el trayecto hacia la legalidad comienza incluso antes de pisar suelo español. Pilar cuenta que, en África subsahariana, muy pocos jóvenes tienen acceso a educación formal válida fuera de su país. En Senegal, por ejemplo, muchos solo pueden asistir a escuelas coránicas —gratuitas pero no homologadas— si no pueden pagar una privada de corte francés. Eso hace que al llegar a España no puedan acreditar estudios, lo que limita su acceso a ciertas formaciones o empleos.
Y aunque parezca increíble, la mayoría de quienes cruzan el Estrecho o llegan en patera no se despiden de sus familias. “Si sus padres supieran que van a intentarlo, los detendrían”, dice Pilar. Porque saben que muchos no llegan.
Aun así, Pilar defiende con convicción que España debe ayudar. “Claro que hay que ayudar —dice—, pero esa ayuda tiene que ser correspondida”. No se trata de ofrecer caridad incondicional, sino de abrir una oportunidad a quien esté dispuesto a esforzarse. Ese principio guía el trabajo de su asociación: si alguien se desvía del camino —si falta al respeto, incumple normas básicas de convivencia o abandona el compromiso con su formación—, el apoyo se retira.
La asociación 14 kilómetros
14 Kilómetros es una de las asociaciones en Cantabria que se dedican a ayudar a los migrantes con sus procesos de regularización y adaptación. La asociación, activa desde hace más de ocho años, ha acompañado con éxito a más de 150 personas que ahora hacen su vida como uno más en la sociedad cántabra. Su enfoque es claro: ayudar. Desde encontrar un lugar donde dormir hasta enseñar español, ayudar a gestionar trámites, dar medicinas o incluso cubrir su alimentación. La mayoría de quienes llegan son hombres jóvenes, de entre 18 y 30 años, provenientes de África subsahariana. Muchos llegan solos, con lo puesto y sin red de apoyo.
Una de las principales estrategias de 14 Kilómetros es ayudar a los migrantes a encontrar el camino para estudiar programas con salidas laborales. La clave está en las formaciones profesionales. “Durante esos dos años en que no pueden trabajar, sí pueden estudiar”, explica Pilar. Y ahí es donde la asociación actúa con fuerza: asesorando y acompañando en los requisitos para acceder a un grado, cuyas prácticas profesionales puedan abrirle las puertas al migrante de empresa donde las realice, acercándose así a la regularización.
Existen tres tipos de FP: grado básico (para menores de 19 años), grado medio (requiere ESO homologada) y grado superior (bachillerato homologado). Pero, nuevamente, sin estudios válidos o sin la homologación adecuada, muchos quedan fuera. Aun así, Pilar insiste en que lo intenten. “Lo importante es que no se queden parados. Que hagan algo en los dos años que tienen que cumplir aquí”.
Ese camino no es fácil ni gratuito. Pilar deja claro que en 14 Kilómetros la ayuda no es automática ni eterna. “Aquí el compromiso es mutuo”, afirma. Si una persona se esfuerza, estudia, respeta las normas y aprovecha la oportunidad, la asociación le da todo lo que sus capacidades le permitan en el momento: comida, techo, medicación, orientación. Pero si se desvía, si no cumple, si no responde con trabajo o respeto, el apoyo se retira. No como castigo, sino como norma de funcionamiento.
La asociación funciona exclusivamente con voluntarios y se financia gracias a más de 200 socios y donaciones de entidades como la Fundación la Caixa, Mapfre, AMA o el Banco de Alimentos. “Con eso pagamos pisos, comida, medicamentos…”, detalla Pilar.
España es tierra de migrantes
Mari Luz, abogada de Cruz Roja con más de 25 años de experiencia, habla con serenidad, pero con la autoridad de quien ha visto mucho. “He trabajado con personas de todas las nacionalidades. Son gente tranquila, que ha sufrido mucho para llegar y solo quiere una oportunidad”. En los centros de acogida donde trabajó, con más de 80 personas conviviendo, apenas había conflictos. “Y cuando estábamos en barrios con alta población migrante, nunca hubo problemas con la policía ni entre comunidades”, recuerda.
Según Mari Luz, el trato que reciben los inmigrantes por parte de las autoridades varía mucho según su origen: “a los ucranianos se les ha tratado mejor que a los afganos; a los subsaharianos con algo más de paciencia; pero a los marroquíes y argelinos, con mucho recelo”. Cree que los medios y ciertos partidos alimentan prejuicios que no se sostienen con la realidad: “Se difunden bulos y discursos de odio que influyen mucho en la opinión pública”.
Ella lo tiene claro: “España ha sido siempre un país de emigrantes. Tras la Guerra Civil, miles se fueron a Venezuela, México o Argentina. Allá fueron bien recibidos e integrados. ¿Por qué aquí no podemos hacer lo mismo?”. A esto se suma otra contradicción: se critica la inmigración irregular, pero en muchos sectores son precisamente esas personas las que sostienen la economía. “Yo he visto auténticos casos de explotación laboral, y nadie habla de eso”, concluye.